Desde su más tierna edad se mostró propicio al destino que mereció su cuna. La circunstancia de tener una madre santa, diremos en lenguaje familiar, y de haber visto la primera luz al lado de la Iglesia parroquial de Pomigliano d’Arco, donde vivía pared por medio y de haberle inculcado, o por mejor decir, mamado con la leche materna la suavidad y dulzura de la divina alimentación del alma, que lo es la sincera devoción, la oración cotidiana y los altos ejemplos hogareños de cristiana piedad, hacían ya presagiar su destino entre los hombres. Ya muchachito de pocos años, cuando en la quietud de su aldea repartía su tiempo entre el ir a la escuela, ayudar a su párroco la santa misa y hacer los mandados a su madre, el niño contemplaba día a día el edificio de la Iglesia contigua y oía embelesado el sonoro bronce de sus campanas. Penetraba en el templo, en la misa dominical y se extasiaba al contemplar las imágenes sagradas y las brillantes ceremonias litúrgicas. Todo esto que se presentaba a sus ojos nuevos, a sus oídos y a su mente infantil, penetraba en su alma, ya dispuesta para el bien, he iba elaborando el sentido y la inclinación hacia lo bueno y lo bello.
Y sucedió lo que parece natural debía suceder, sintió en su corazón el llamado de Dios y sin cavilaciones y sin dudas, que a veces causan tantos desasosiegos y que hacen hasta perder la vocación, se entregó a Dios. En la pila bautismal recibió el nombre de Pascual, el santo por excelencia de la eucaristía y de María la Virgen SS. Parecía consagrado para la vocación sublime y así fue. ¿Y donde cristalizó esa vocación? En la Congregación de los Sagrados Corazones. Allá corrió como el siervo sediento de las aguas de la fuente para calmar su sed. Y sencillo, humilde y mortificado, plácidamente dio comienzo por el camino del sacerdote y del misionero. Los años de latinidad, de noviciado, de filosofía y teología fueron pasando sin dificultades. Con una mente clara y una memoria envidiable, sin tropiezos, como por sobre un suave tapiz fue deslizándose hasta llegar al sacerdocio, la culminación de sus ansias. El joven misionero estaba en la posesión de su ideal. Rebosaba de alegría, de aquella santa alegría de las almas justas –según aquella promesa del Señor de que los malos no tienen paz– solo los buenos de verdad la poseen...
Extracto del discurso pronunciado por el profesor Marcio Milicchio en la celebración de las bodas de plata de la parroquia Nuestra Señora de los Dolores; Ciudad de Buenos Aires; 12 de junio de 1948.
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